viernes, 6 de marzo de 2015

La emboscadura. Ernst Junger.

Vemos como el ser humano está llegando a una situación en la cual se le exige que él mismo genere unos documentos calculados para su propia ruina. 

Al ser el único entre ciento en poner no en la papeleta, lo que hizo fue cooperar a una estadística de la autoridad.

El votante se encuentra en el aprietro siguiente; lo ha invitado a tomar una decisión libre un poder que no piensa atenerse, por su lado, a las reglas de juego.

Ya en las votaciones resulta a menudo difícil decidir dónde caba el derecho y dónde la violencia. 

A medida que va creciendo la adhesión de las masas, también va creciendo la desconfianza respecto a ellas. Cuanto más se aproxima la cien por cien la cifra de votos buenos, tanto más crece el número de sospechosos.

El gran peligro es que el hombre confie demasiado en las ayudas de otros y, cuando faltan aquellas quede desvalido. Todas las ayudas hay que pagarlas.

Opínese lo que se opine de ese mundo de la seguridad social, de los seguros, de las fábricas, de los productos farmacéuticos, de los especialistas, el más fuerte es el que puede renunciar a todas esas cosas.

Una mortalidad mínima en tiempos tranquilos no da la medida de la verdaera salud; de la noche a la mañana puede trocarse en lo contrario. Y aún es posible que esta mortalidad mínima genere epidemias antes desconocidas. 

Todas las comodidades hay que pagarlas. La situación de animal doméstico arrastra consigo la situación de animal de matadero.

Optimismo es una consciencia de poder generada por la velocidad.

O bien poseer un destino propio o bien tener el valor de un número. 

Es cierto que en todo buen médico es preciso que haya algo de sacerdote; pero la idea de reemplazar al sacerdote solo puede ocurrírsele al médico en unos tiempos en que se ha perdido la noción de los límites que separan la salvación de la salud. 
(De ahí que, se piense lo que se piense de todas estas imitaciones de medios y formas espirituales que se llevan a cabo mediante métodos terapéuticos - imitaciones, por ejemplomdel examen de conciencia, imitaciones de la confesión, de la meditación, de la oración, del éxtasis, etc; tales imitaciones no irán más allá de los síntomas, si es que no resultan incluso perjudiciales).

En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de su casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha en la mano. 

Una y otra vez se comprueba que bastan dos o tres apaches para alborotar barrios enteros.

El ser humano se encuentra en el interior de una gran máquina pensada para aniquilarlo.

Da igual que la caza se mueva por este o aquel sitio, con tal que lo haga entre los filopos, entre las redes que la encaminan a un sitio determinado. 

Hoy numerosas personas han tenido la experiencia de que todo racionalismo lleva al mecanicismo y todo mecanicismo a la tortura.

El repartir de modo diferente la riqueza no significará aumentarla -significa, antes bien, aumentar el consumo; eso es algo que puede observarse en los bosques que estaban cedidos para su aprovechamiento a los campesinos. Sin ningún género de duda la parte del león se la lleva la burocracia,

Del reparto lo único que perdura serán las cargas; lo que queda del pez que era común a todos son las espinas. 

El hombre ha de recorrer senderos utópicos a los que el progreso otorga una transfiguración perspectivista. El progreso pondrá delante del ser humano espejismos tales como el poder mundial, los estados ejemplares de termitas, los reinos de la paz perpetua.

El emboscado no puede permitirse el indiferentismo.

La tarea del emboscado consiste en marcar frente a Leviatán las medidas de una libertad válida para una época venidera. No cabe enfrentarse con meros conceptos a ese adversario. 


Ernest Jünger.

5. El libro como caja, III. Los mil y un libros.

¿A quién se le ocurrría hoy re-escribir Moby Dick? Peor aún, ¿quién se atrevería a hacer varar a Moby Dick en una playa de Macondo para despertar la transformación unos niños desamparados en una feroz tribu de salvajes. Tal cosa se tomaría enseguida como desvergüenza comercial, una pésima provocación; en cualquier caso, un pastiche literario reflejo de una época decadente y sin auténtica creatividad, un intragable mendrugo hollywoodiense. 

Tan alta estima se tiene hoy por la originalidad literaria que ni siquiera al autor le es dado versionarse. Si te repites serás como mucho un autor de género. Convence al público de que tu repetido error se debe a una pulsión interior, a una psicopatía artítica y puede que hasta te conviertan en autor de culto, pero literariamente serás siempre serie B. En la mayor parte de los casos, sin embargo, el plagiario de sí mismo viene a ser como el cornudo satisfecho del siglo XVII, un miserable que prostituye su obra. 


El libro como obra artística ha heredado las cualidades de la reliquia: es una prolongación biológica del santo, un remanente de su poder. Se entiende así que la obra de arte sea irreproducible por un tercero y apenas por su mismo creador, ya que tanto lo valioso en ella es el milagro que la produjo y que apenas se contiene entre las tapas del libro. Esta veneración icónica del Libro, alimentada por la avaricia de los herederos del artista, de su Iglesia, ha llevado al absurdo de que los derechos económicos por autoría se cumplan no sobre la edad de la obra sino sobre la muerte del autor, pues éste, cual si fuera un poderoso mago, mantiene el influjo y potestad sobre sus creaciones mientras camina por el mundo, un poder que sólo comienza a debilitarse tras su muerte. 

En fin. Olvidémonos del milagro atrapado en el libro, olvidémonos de la santidad del texto, rompamos los iconos literarios y sumémonos alegres y confiados a esta Reforma imparable. Recordemos viejas historias, recortándolas y recontándolas, reinterpretándolas de nuevas formas y maneras. Enfrentemos a un renacido Ulises con gigantes molinos robóticos, permitamos que celebre despues su batalla  con su amigo Simbad en una larga noche de farra y que en la madrugada se batan por el amor de Karenina, intercalemos historias de hombres comunes transformados en insectos, de donjuanes arrastrados a los infiernos, de arrebatados amores adolescentes y pasemos también nostros la noche en vela, mil y una noches.

La Tijera. Ernst Junger

La predicción se mueve en el interior del calendario y del tiempo mensurable; el profeta, en cambio, no se rige por las fechas, sino qu es él quien las instaura.

El ethos pedagógico es propio de los poderes temporales y espirituales; y el arrepentimiento forma parte de la pñorción autodidacta de la existencia.

Cualquiera que sea el punto en el que se ponga fin al camino, -mejor sería decir: en el que se lo interrumpa-, el camno encierra una totalidad.

La meta es posible siempre y en todos los puntos; el peregrino la lleva consigo, igual que lleva consigo su reloj. Si se concibe el camino como un via crucis, entonces la cruz está presente desde el inicio.

Lo que llama la atención de las utopías de nuestro siglo es que se presentan con el estilo de la ciencia y que son pesimistas.

El avance del cálculo y de su aplicación práctica hace imparable la transformación de la sociedad  en puras cifras o números. ...ello hace que la participación de los individuos en la sociedad vaya convirtiéndose cada vez más en una participàción estadística.

En los laboratorios permanece intacto el ethos de Occidente -Arquímedes trazando, en la Siracusa en llamas, círculos en la arena, Plinio el viejo viajando hacia el Vesubio en los días de su erupción. El avión que sigue emitiendo señales de radio mientras se precipita a tierra.

Lo que ocupa nuestro ánimo en presencia de Stonehenge no es tanto lo que aquellos hombres desconocidos construyeron cuanto lo que planificaron. 

El plan no exige su ejecució; ésta pñuede resultar incluso perjudicial.

Un plan, cuando raya en la perfección, como les ocurre a las celdillas del panal con el hexágono, puede oponer una resistencia prolongada en el tiempo.

Los cuentos los narra la abuela; el mito, el padre que regresa de la guerra.

Si tiene uno disgustos con  su mujer, eso repercute también en su salud y en sus finanzas -esos tres bienes son interdependientes. Cuando aprieta el zapato, no lo hace en un  solo sitio.

Nada es más peligroso que la riqueza sin poder.

El lector es un ser que necesita ocio igual que necesita aire para respirar; vive alejado de los negocios. Si no encuentra ocio, se lo tomará en cualquier circunstancia.

No sólo existe  un instinto de conservación vital,. también hay un instinto de conservación ideal.

Una versión más floja que la del lector ideal es la del estudioso en su cuarto de trabajo. También aquí hay libros, pero la intención de conseguir algo es más fuerte; crece el desasosiego. El investigador está vuelto al Árbol del Conocimiento; el lector, al Árbol de la Vida.

Mucho más frecuente que la espiritualización, que libera del miedo, es el aumento de la sensibilidad, que lo hace crecer. 

Lo que importa de los escritos sagrados o tenidos por tales no es tanto entenderlos cuanto entenderse con ellos, lograr un contacto íntimo. San Agustín  llega a declarar que la oscuridad de una sentencia divina es útil "en la medida en que , al ser entendida por uno de una manera y por otro de otra, produce y saca a la luz varias opiniones verdaderas".

En lo hondo del pozo penetran las raíces, pero no las miaradas.

Alguien viola las leyes hasta tal punto que es preciso dictar contra él una condena. La acción de ese hombre, vista horoscópicamente, era necesaria y, en el sentido del todo, se ajustaba incluso a una moral más alta.

La palabra que está de moda por el momento es "posmodernidad"; designa una situación que existe desde siempre. Se llega ya a ella cuando una mujer se coloca en la cabeza un  sombrero nuevo.

El hombre que considere importante "saber lo que el mundo quiere" hará bien en acer carse a la técnica de la física y la biología" En ellos echará en falta menos cosas que en los pensadores, los cuales están casi siempre inficionados de política. También hay que prevenir contra los historiadores; se envilecen hasta el punto de convertirse en meros peones y cómplices del periodismo.

El impuslo instintivo de excavar desde los combustibles fósiles hasta el uranio, en busca de energías que se trasmutan en utopías, no actua ya con economía, sino como un despilfarrador que dilapidase su herencia por una idea fija.

Lo que incita a subir al Everest no son las vistas que desde allí se tienen, sino el récord.

(Sobre el anuncio de trasplantar de cabeza de a un perro). El mero pensar en semejante cosa suscita ya problemas de alcance general. ¿Puede seguir habándose de trasplante en este caso? En él el cuerpo sería más bién lo secundario; sería el apéndice.

Ernst Junger. La Tijera. 

martes, 10 de febrero de 2015

4. El libro como caja, II. La apropiación del mundo y el discurso lógico.

El libro físico, con su tapa y su contratapa, cerrado por arriba y por abajo, es en sí mismo una caja. Muchas cosas se quisieron cerrar en esta caja: el mundo entero.

Comenzando a extenderse entre finales del Imperio Romano y principios del medievo, el libro es una carpeta de legajos portable y ordenada, y su generalización tiene lugar en un contexto de máxima crisis política e inseguridad intelectual. En medio del derumbe del Mundo Antiguo y las referencias el triunfo del monoteismo, este libro portado, portátil, ordenado, venía a ser un arca del Tesoro, un tabla de salvación para los saberes y tradiciones de aquella Antiguedad que naufragaba en un cataclismo general. En este momento crítico y caótico, tan necesitado de certidumbres, el libro/caja se antojó un último refugio, una promesa firme de supervivencia, un resumen del mundo, allí se guardó lo más valioso, lo que merecía ser salvado.

Sucede que el libro/caja, cerrado en su simple estructura, siendo como es un batiburrillo, un cajón, se advierte sin embargo como un solo discurso, un único documento, y el hecho aparentemente irrelevante, formal, de su sellado, aparece como una garantía de autenticidad. El libro es en sí un meta-documento acabado, terminado. principio y Fin. Alfa y Omega.

Ni judaismo ni cristianismo fueron ni pudieron ser religiones del Libro antes de la invención de este libro/caja cerrado y acabado. Así que ambas religiones vivieron siglos de tradiciones, ritos, creencias, gnosticismos e incluso los más diversos politeismos. 

Alcanzar un cuerpo doctrinal canónico im-preso y sella-do costó al cristianismo ferocísimas disputas en sus primeros siglos, odios teológicos que aún hoy no han sido superados. Solo hay que atender a las cautelas que el catolicismo romano todavía guarda de cualquier nueva traducción de la Biblia para entrever las fauces las ser aquellas sangrientas disputas de la fe. Toda esa furia y ese poder encierra cada una de las versiones de la biblia cristiana o judaica. 

Que el Libro es Uno llegó a ser tan asumido e indiscutido como lo es hoy otro muerto: la novela. En el siglo XVI muchos europeos comenzaron a escandalizarse de encontrar en la Biblia varias versiones de los mismos hechos. Al menos dos historias del Génesis se entrelazaban como serpientes, los Números mosaicos no coincidían entre sí ni los doctos conseguían ponerse de acuerdo en las cronologías del Mundo. Aquellos reformistas, aquellos protestantes, herejes de la fe, relaxos del dogma, rebeldes de la Iglesia, antipapistas, contestatarios, aquellos ávidos lectores de la Palabra querían uniformidad, coherencia, un discurso lógico, unicidad en el Libro. Descubrieron las versiones de Dios pero prefierieron la uniformidad de la Razón. 

La ilusión del discurso único del libro, de su coherencia, de su íntima lógica, surgió de su forma, no de su mensaje. El libro/caja nació como museo, como recensión, como recopilatorio, como cajón de sastre. Por confusión, mediante tropo fenomenal, la forma se impuso a la materia y el libro se hizo acto unívoco de un solo autor, de un solo sentido, de un solo Dios. Hoy, esta caja le servirá de ataud a ese pensamiento unísono. 

domingo, 18 de enero de 2015

3. El libro como caja, I.

Tapado por arriba y por abajo, el libro es una historia cerrada, presa en su caja. 

Siempre hay una primera edición, que puede ser corregida y aumentada, en especial si tratamos de un ensayo, pero nadie espera que un libro cambie en lo sustancial. Si hablamos de novela, apenas admitimos pequeñas correcciones. Otra cosa sería un engaño, o el reconocimiento de un fracaso.  ¿Alguien imagina que desaparezca un personaje de la trama? ¿Que se presente la misma historia con finales alternativos? Mira, en esta versión Macondo se transforma en una gran ciudad, los Buendía se establecen como tenderos y acaban por ser los dueños de una gran cadena de supermercados. ¡Oh, malditos productores de Hollywood! En cualquier caso, una versión -la buena- acabaría por eclipsar a todas las demás.

Un autor con orgullo literario jamás dejará que toquen su obra, o al menos no lo reconocerá al público. Aún menos se le ocurrirá decir que reescribe la obra de otro; admititrá como mucho influencias, cuantas más mejor, para que se vea su amplio mundo y nadie pueda acusarle de plagio o siquiera de ser un subproducto, un -mal- imitador

Se reescriben -actualizan- diccionarios, obras técnicas y la guía de teléfonos -cuando existía tal cosa, claro-. Y sí, bueno, los eruditos pueden hacer resúmenes o compendios de los clásicos, ediciones críticas, actualizadas y en ese plan, pero no dejan de ser interpretaciones de un ideal perfecto, la obra original cuyo genunino espíritu  busca capturar y encerrar el especialista para hacerlo comestible al no iniciado. También se pueden reescribir historias de siempre para niños, que ahí si hay manga ancha, pero hacerlo para adultos sería, pues eso, adulterar la obra original, sacrosanta, acabada, perfecta. 

Quedán solo las traducciones, aunque en realidad tampoco cuentan pues de lo que se trata es -como siempre- de captar la obra original. ¿No habrá traducciones mejores que los originales? Nooo! eso es imposible!  

Así que el libro, la obra del artista, es una momia, un cadáver embalsamado como los de Lenin o Ho Chi Min, un cuerpo incorrupto que adorar, un fetichismo, idolatría.  

¿A donde quiero llegar? 
Pues a esto: que el libro-caja está muerto. 
Siempre lo estuvo, en realidad. 



jueves, 8 de enero de 2015

2. Del beneficio de escribir y del trabajo de leer.

Decía Cioran que escribir un libro es un tipo de cura, una terapia. Es así. Escribir un libro es un exorcismo, una liberación del alma. Uno puede quedar agotado de escribir, pero al mismo tiempo se sentirá restablecido poniéndole fin. Así que volver al libro una vez terminado es una obligación enfermiza, nauseabunda y morbosa. ¡Se acabó!

En cambio leer un libro es siempre un esfuerzo, un trabajo más o menos duro. 

Claro, hoy día se confunden tantas cosas tras la voz de trabajo que ahora me veo obligado a explicar, o a recordar, más bien, qué es el trabajo, o qué fue, en su origen. Pues me estoy refiriendo al trabajo original, que no es otro que comer, alimentarse, digerir... y cagar. Éstas son las primeras obligaciones humanas y la mierda el primer fruto de nuestro trabajo, el primer símbolo de la propiedad y la primera mercancía. El dinero, aún hoy apestoso, arrastra el tufo de su origen.

También reconocemos esta realidad del trabajo cuando tratamos con la infancia. ¡Cuántas veces hay que obligar a comer a un niño! ¡Y cómo les aplaudimos su cacas, sus primeros logros, los frutos de sus esfuerzos! Sí, lo hacemos para que se vuelvan fuertes y cojan seguridad en sí mismos. 

Al olvidar la genuina naturaleza y función del trabajo los economistas modernos lo confunden todo, el culo con las témporas, como quien dice, y el problema es que en esta confusión nos movemos los demás, obligados a ofrecer la propia mierda al primer extraño que pase por ahí. ¡Vergonzoso!

No divago, de verdad. Cada día compruebo que los lectores ponen tanto cuidado en lo que leen como en lo que comen, y para comer, lo primero es confianza. La comida de casa es siempre la mejor. Funciona lo propio, lo sabido, y ya luego la recomendación, de  los amigos, de los conocidos, o de las voces de autoridad. Con la ampliación de las redes personales en internet algunos tradicionales canales de autoridad se han visto desbordados. El escaparate del librero se ha quedado pequeño y el crítico es uno más de entre mil. Los lectores siguen las recomendaciones de aquellos a quienes ya leen y de otros lectores que leen lo mismo que ellos. Así que uno no puede presentarse ante la gente con su truño recién puesto y pedirles que lo prueben sin más: mirad, he estado muy enfermo y esto es lo que he expurgado, aquí mis puses, ahí mis humores. . . Este es un proceder realmente penoso para todos.

¡Pero se acabó! Creo haber dado con la solución. Escribir debe dejar de ser una dolencia oculta, debe hacerse pública. El escritor debe mostrase en su enfermedad, trastornado, paciente, sufriente. Puede que su mal repugne, sí, pero su dolor también moverá a la compasión y a la solidaridad. Así el trabajo de comprender al enfermo será más llevadero. Escritor y lector vivirán en la misma esperanza, el uno de poner fin a postración y el otro a su trabajo. Una vez el libro esté acabado, escritor y lector podrán, cada cual, descansar de lo suyo.

lunes, 29 de diciembre de 2014

1. Sobre la muerte del Libro.

Que los libros mueren es cosa tan cierta que no hay autor, editor o librero que la ponga en duda. 

Miles de libros desaparecen a diario, muchos de mala muerte, abortados por sus propios autores y editories en oscuros cajones, guillotinados en las mismas imprentas que los ven nacer o desatendidos en su primera y crucial estación, ignorados y despreciados por los lectores. 

Tres meses es hoy la vida de un libro cualquiera en librería. Pasado este periodo de gracia, la mayoía son devueltos por unas librerías abosultamente dependientes del siguiente pico editorial, del superventas que les reporte ese subidón fácil sin el que ya no pueden vivir. Tal es hoy la miserable existencia de las libreráis, su malvivir.

Pero no es solo a la muerte de los libros, de cada libro, a lo que quiero dedicar este blog, sino a la Muerte del Libro con Mayúsculas, a la desaparición del Libro como objeto y como sujeto. 

Entre todos lo mataron y el solo se murió. Muchas puñaladas marcan hoy el cadáver del libro, pero una entre todas mortal de necesidad: la desaparición del lector. 

Nunca se ha estrito, editado y leído tanto como hoy. Estoy de acuerdo. Hasta es posible reconocer que hoy día se editan y leen hoy más libros que nunca. Pero ¿quién dedica hoy una tarde entera -ya no pido un día o una noche- sin atender a los avisos del móvil, a las novedades de las mil cuentas y canales a los que somos adictos? 

Hoy, leer un libro, hacerlo de corrido, olvidarse de todo y abandonarse de principio a fin, entregarse por completo a ese mundo narrado, es una hazaña para la que ya no hay héroes, un viaje para el que ya no quedan apenas senderos. Es como intentar pasear por una autopista, un sinsentido, una necedad, un peligro físico y un riesgo público.