domingo, 18 de enero de 2015

3. El libro como caja, I.

Tapado por arriba y por abajo, el libro es una historia cerrada, presa en su caja. 

Siempre hay una primera edición, que puede ser corregida y aumentada, en especial si tratamos de un ensayo, pero nadie espera que un libro cambie en lo sustancial. Si hablamos de novela, apenas admitimos pequeñas correcciones. Otra cosa sería un engaño, o el reconocimiento de un fracaso.  ¿Alguien imagina que desaparezca un personaje de la trama? ¿Que se presente la misma historia con finales alternativos? Mira, en esta versión Macondo se transforma en una gran ciudad, los Buendía se establecen como tenderos y acaban por ser los dueños de una gran cadena de supermercados. ¡Oh, malditos productores de Hollywood! En cualquier caso, una versión -la buena- acabaría por eclipsar a todas las demás.

Un autor con orgullo literario jamás dejará que toquen su obra, o al menos no lo reconocerá al público. Aún menos se le ocurrirá decir que reescribe la obra de otro; admititrá como mucho influencias, cuantas más mejor, para que se vea su amplio mundo y nadie pueda acusarle de plagio o siquiera de ser un subproducto, un -mal- imitador

Se reescriben -actualizan- diccionarios, obras técnicas y la guía de teléfonos -cuando existía tal cosa, claro-. Y sí, bueno, los eruditos pueden hacer resúmenes o compendios de los clásicos, ediciones críticas, actualizadas y en ese plan, pero no dejan de ser interpretaciones de un ideal perfecto, la obra original cuyo genunino espíritu  busca capturar y encerrar el especialista para hacerlo comestible al no iniciado. También se pueden reescribir historias de siempre para niños, que ahí si hay manga ancha, pero hacerlo para adultos sería, pues eso, adulterar la obra original, sacrosanta, acabada, perfecta. 

Quedán solo las traducciones, aunque en realidad tampoco cuentan pues de lo que se trata es -como siempre- de captar la obra original. ¿No habrá traducciones mejores que los originales? Nooo! eso es imposible!  

Así que el libro, la obra del artista, es una momia, un cadáver embalsamado como los de Lenin o Ho Chi Min, un cuerpo incorrupto que adorar, un fetichismo, idolatría.  

¿A donde quiero llegar? 
Pues a esto: que el libro-caja está muerto. 
Siempre lo estuvo, en realidad. 



jueves, 8 de enero de 2015

2. Del beneficio de escribir y del trabajo de leer.

Decía Cioran que escribir un libro es un tipo de cura, una terapia. Es así. Escribir un libro es un exorcismo, una liberación del alma. Uno puede quedar agotado de escribir, pero al mismo tiempo se sentirá restablecido poniéndole fin. Así que volver al libro una vez terminado es una obligación enfermiza, nauseabunda y morbosa. ¡Se acabó!

En cambio leer un libro es siempre un esfuerzo, un trabajo más o menos duro. 

Claro, hoy día se confunden tantas cosas tras la voz de trabajo que ahora me veo obligado a explicar, o a recordar, más bien, qué es el trabajo, o qué fue, en su origen. Pues me estoy refiriendo al trabajo original, que no es otro que comer, alimentarse, digerir... y cagar. Éstas son las primeras obligaciones humanas y la mierda el primer fruto de nuestro trabajo, el primer símbolo de la propiedad y la primera mercancía. El dinero, aún hoy apestoso, arrastra el tufo de su origen.

También reconocemos esta realidad del trabajo cuando tratamos con la infancia. ¡Cuántas veces hay que obligar a comer a un niño! ¡Y cómo les aplaudimos su cacas, sus primeros logros, los frutos de sus esfuerzos! Sí, lo hacemos para que se vuelvan fuertes y cojan seguridad en sí mismos. 

Al olvidar la genuina naturaleza y función del trabajo los economistas modernos lo confunden todo, el culo con las témporas, como quien dice, y el problema es que en esta confusión nos movemos los demás, obligados a ofrecer la propia mierda al primer extraño que pase por ahí. ¡Vergonzoso!

No divago, de verdad. Cada día compruebo que los lectores ponen tanto cuidado en lo que leen como en lo que comen, y para comer, lo primero es confianza. La comida de casa es siempre la mejor. Funciona lo propio, lo sabido, y ya luego la recomendación, de  los amigos, de los conocidos, o de las voces de autoridad. Con la ampliación de las redes personales en internet algunos tradicionales canales de autoridad se han visto desbordados. El escaparate del librero se ha quedado pequeño y el crítico es uno más de entre mil. Los lectores siguen las recomendaciones de aquellos a quienes ya leen y de otros lectores que leen lo mismo que ellos. Así que uno no puede presentarse ante la gente con su truño recién puesto y pedirles que lo prueben sin más: mirad, he estado muy enfermo y esto es lo que he expurgado, aquí mis puses, ahí mis humores. . . Este es un proceder realmente penoso para todos.

¡Pero se acabó! Creo haber dado con la solución. Escribir debe dejar de ser una dolencia oculta, debe hacerse pública. El escritor debe mostrase en su enfermedad, trastornado, paciente, sufriente. Puede que su mal repugne, sí, pero su dolor también moverá a la compasión y a la solidaridad. Así el trabajo de comprender al enfermo será más llevadero. Escritor y lector vivirán en la misma esperanza, el uno de poner fin a postración y el otro a su trabajo. Una vez el libro esté acabado, escritor y lector podrán, cada cual, descansar de lo suyo.