Que los libros mueren es cosa tan cierta que no hay autor, editor o librero que la ponga en duda.
Miles de libros desaparecen a diario, muchos de mala muerte, abortados por sus propios autores y editories en oscuros cajones, guillotinados en las mismas imprentas que los ven nacer o desatendidos en su primera y crucial estación, ignorados y despreciados por los lectores.
Tres meses es hoy la vida de un libro cualquiera en librería. Pasado este periodo de gracia, la mayoía son devueltos por unas librerías abosultamente dependientes del siguiente pico editorial, del superventas que les reporte ese subidón fácil sin el que ya no pueden vivir. Tal es hoy la miserable existencia de las libreráis, su malvivir.
Pero no es solo a la muerte de los libros, de cada libro, a lo que quiero dedicar este blog, sino a la Muerte del Libro con Mayúsculas, a la desaparición del Libro como objeto y como sujeto.
Entre todos lo mataron y el solo se murió. Muchas puñaladas marcan hoy el cadáver del libro, pero una entre todas mortal de necesidad: la desaparición del lector.
Nunca se ha estrito, editado y leído tanto como hoy. Estoy de acuerdo. Hasta es posible reconocer que hoy día se editan y leen hoy más libros que nunca. Pero ¿quién dedica hoy una tarde entera -ya no pido un día o una noche- sin atender a los avisos del móvil, a las novedades de las mil cuentas y canales a los que somos adictos?
Hoy, leer un libro, hacerlo de corrido, olvidarse de todo y abandonarse de principio a fin, entregarse por completo a ese mundo narrado, es una hazaña para la que ya no hay héroes, un viaje para el que ya no quedan apenas senderos. Es como intentar pasear por una autopista, un sinsentido, una necedad, un peligro físico y un riesgo público.
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