Hay una sabiduría moral, muy práctica, no sé si primera, pero reconocida siempre y en todo lugar, por todo el mundo y desde muy antiguo. Esta sabiduría nos viste como seres humanos desde la más tierna infancia, protegiéndonos y confirmándonos, esto es, sirviéndonos de identidad, conformándonos en muchos sentidos. De esta sabiduría hacemos uso cotidiano pues nos es útil como ninguna, y nos es tan propia y obligada que, para muchos, este vestido moral nos distingue de los animales como destino. Esta sabiduría hace de la necesidad virtud.
Una otra sabiduría, de la que surgen la filosofía y la ciencia, distingue lo trivial de lo evidente. Esta sabiduría es un asombro, una epojé, una distancia que interponemos ante los hechos evidentes de que somos, de que existimos o de que el mundo es como es, y los interroga, los cuestiona, los pone en duda. Esta otra sabiduría no resulta práctica en modo alguno, pero otorga un enorme poder, lo que seduce nuestra ambición. Siendo esta sabiduría otra, no está claro que sea segunda a la sabiduría moral, y según algunos mitos y muchas sospechas comunes es, en realidad, consustancial al hombre,(o si conviene, a la mujer), en todo caso es el carácter de la humanidad. La sabiduría moral teme siempre a esta otra sabiduría capaz de revolucionar el universo entero a capricho.
La tercera sabiduría es la más difícil de manejar, siendo la más inmediata. Es a la vez corporal e intangible, gratuita e inaccesible, encantadora y potentísima, aunque a menudo tan menospreciada como insuficiente. Esta es la sabiduría vital, de la acción, de la decisión, del movimiento, del amor, del deseo. Es una sabiduría tan personal que presuponemos innata, tan manifiesta que otorgamos divina. En las escuelas y pedagogías de esta sabiduría estamos tan cortos que quien sea aprendiz puede ya ser considerado maestro.
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