Hay libros que son puentes, libros que nos abren mundos nuevos, libros que son llave. De todas las posibles metáforas para representar este poder traslocador del libro, la de libro-llave es la que más me gusta. El libro llave/clave remite además a una cualidad común de estos libros de navegación, que es su dificultad técnica, jeroglífica. El libro-clave no solo nos desvela una sabiduría y un mundo ajenos, desconocido, nos impone una gramática esotérica que debemos desentrañar, aprender y ejercitar para adquirir su sabiduría. Los libros llave son duros manuales, libros de ejercicios, objetos de estudio en sí mismos.
La exigencia técnica del libro clave nos remite a su origen íntimamente ligado al de la propia escritura alfabética, es decir, no simbólica ni representativa. La opinión más común que atribuye la invención del alfabeto a la cultura comercial, práctica, económica de los fenicios resulta perfectamente comprensible si advertimos el símbolo alfabético -la cifra- como el instrumento que ligaba bienes y mundos a través de rutas secretas, reservadas y muy provechosas.
La Biblia, por supuesto, tan pródiga a cábalas de todas clases, pero también el Corán son hoy los más universales libros clave. El mundo ha sido transformado en tal medida por ellos que hoy es casi imposible comprender cómo pudo existir religión alguna sin ellos. Tienen otras cualidades, desde luego, pero no serían lo que son sin esa posibilidad infinita que nos otorga su lectura. Todo el Evangelio no es otra cosa que una puerta al Paraíso. Y aunque se los tiene en las antípodas, son también libros-clave los manuales técnicos y científicos. Y toda la literatura de auoayuda funciona también como un libro llave. ¿Literatura? Sí, claro, ¿qué otra cosa si no? El libro llave es el más humano de los géneros literarios, es una confesión de la propia debilidad y de nuestra efímera condición. Un Dios jamás escribiría un manual.
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